Nada es lo que parece. O las cosas nunca son como las contamos. Ni siquiera cuando hablamos de los más tradicionales asertos y de las más inamovibles certezas podemos escapar de la inexorable falsedad que supone el hablar. Las palabras mienten porque mutilan cualquier realidad para hacerla inteligible, transmisible. Si usted y yo describimos un árbol a un tercero, no le estaremos dando sino una idea muy imprecisa de cómo es en verdad el árbol y nuestras versiones diferirán en aspectos sustanciales del mismo árbol. Por eso, como es imposible decir la verdad del árbol con sólo palabras y ni siquiera dos que contemplen el mismo árbol lo describirán de forma coincidente, acabamos tirando por la calle de en medio, diciendo simplemente “árbol” para describir un mundo infinito de posibles árboles.
Así andamos, diciéndonos medias verdades para contarnos la completa mentira del mundo. Un ejemplo claro de este fenómeno es hablar del Derecho Romano. Pues bien, eso que suena tan eufónicamente a sabiduría e historia es otra gran falsedad porque el Derecho Romano no es verdaderamente derecho romano, sino derecho bizantino. Lo que conocemos del Derecho Romano es el Codex de Justiniano promulgado en su segunda y definitiva versión en el año 534. O sea, muchos años después de que Roma hubiera dejado ser capital de cualquier imperio.
Todo empezó (o acabó) con una repartición testamentaria, que es, como todos sabemos, una de las mayores causas de desastres y cataclismos. Teodosio I o el Grande se cargó el Imperio (bastante deteriorado ya) en el año 395 cuando lo repartió entre sus hijos Honorio y Arcadio. Honorio fue un auténtico desastre de emperador y durante su reinado hasta los visigodos saquearon la capital de Rómulo y Remo. Lo que vino después de su muerte fue sólo una lenta agonía política y una sucesión de títeres a los que llamaban, con más sorna que crueldad, emperadores. Así que Roma, lo que se dice Roma, termina ahí, en el siglo IV.
Lo que duró un poco más fue el montaje de Oriente, el que le tocó a Arcadio en herencia. Pero llamar a eso Imperio Romano es como decir que el Premio Príncipe de Asturias es como el Nobel. Pues oiga, con todos los respetos, no. Ni la Vuelta a España es el Tour ni Bizancio, por muy grandiosa que fuera, era Roma. Lo que ocurre es que esos turcos que aún no sabían que lo eran, añoraban un pasado de grandeza y sabiduría. Añoraban Roma como yo añoro mi pasada vida como héroe mítico, no te jode. Porque esa es otra, los que creen en la transmigración de las almas siempre tenido vidas cojonudas y han sido napoleones, josefinas o cleopatras. Pero barrenderos, caballerizos o sirvientas, de eso nada, y es comprensible: si me tengo que inventar una vida pasada, que al menos esa sea fetén.
Esa añoranza les hacía respetar las viejas fuentes jurídicas de la Roma verdadera. Y es curioso de narices, porque el sistema de códigos civiles que tenemos en Europa continental pensamos que es herencia de los romanos y que los anglosajones que se fían más del precedente judicial son una panda de bárbaros que han construido un derecho asistemático sobre las resoluciones de los tribunales. Pero luego resulta que el Derecho Romano más importante y respetado, el del Digesto, es casuístico y se basa en interpretaciones que sabios juriconsultos hacían de las sentencias dictadas por los jueces. ¿Duda alguien todavía de que las palabras siempre mienten?
Justiniano (483-565), como emperador del Imperio Romano de Oriente, participaba de esa idolatría del pasado glorioso del verdadero Imperio Romano, el de los octavios augustos, los julio césares y los trajanos. Así que emprendió una labor de reconstrucción del mito imperial. Y como una parte importantísima de ese mito estaba el Derecho. Roma era su Derecho. Encargó a una comisión de sabios presidida por Triboniano la recopilación de las normas dispersas y de la jurisprudencia que constituían la base del ordenamiento jurídico de la Roma Imperial. A eso se le llamó el Codex de Justiniano y ese código es lo que, más o menos prostituido y adulterado por glosadores, postglosadores y demás intermediarios, hemos recibido durante la edad media en toda Europa con el sacrosanto nombre de Derecho Romano. En España a este Codex manipulado se le llamó Liber Iudiciourm o Fuero Juzgo.
Lo que resulta curioso es que Justiniano, considerado sapientísimo emperador, prócer del Derecho, e iluminado jurisperito, comenzara su labor legisladora con una prevaricación en su provecho. Y es que como la sabiduría popular sabe perfectamente, picha dura no cree en Dios. Porque Teodora se la ponía. A él y a toda una ciudad. Porque Teodora, la que ama a Dios según proclama su nombre, era muy, pero que muy puta y debió pasarse por la piedra a medio imperio. Aunque los historiadores usan algún que otro eufemismo, lo cierto es que cuando testifican que Teodora agasajó diez jóvenes en una fiesta, podemos hacernos una cabal idea de lo que era en realidad la fiesta, el agasajo y Teodora.
Teodora lo había pasado mal en la vida. Su padre, Acacio alimentaba osos en una especie de zoologico para fieras que mantenían los verdes, una de las dos facciones sociales y políticas en liza: la otra era la azul. Cuando murió el besteiro, su viuda se quedó en la calle con tres hijas de muy corta edad. La madre las hizo salir vestidas de suplicantes durante un festival y mientras los verdes las recibieron con desprecio, los azules con compasión. Esto se le quedaría grabado a la niña Teodora, quien junto a sus hermanas pronto se daría cuenta de la utilidad del pequeño tesoro que la naturaleza le había regalado. Después de cepillarse Bizancio entera, se largó con un pretendiente que le prometió un trono. Pero al llegar a Alejandria, la abandonó. El viaje de vuelta a Constantinopla lo pagó Teodora con su única joya. Así que no es de extrañar que a su regreso estuviese un poco cansada de su vida libertina.
Aunque la moza intentó luego mejorar de reputación para casarse con Justiniano, su licencioso pasado no estaba bien visto por Lupicina, la casta esposa del emperador Justino, el tío del novio. La emperatriz alegaba una vieja ley que impedía el matrimonio de un senador con izas, rabizas o colipoterras. Pero en cuanto murió la vieja comadre, el sobrino convenció al tío para que derogara tan cruel norma y poderse casar con tan docta señorita. Ya se sabe que la buena legislación empieza por uno mismo. En cuanto el tío espichó, el sobrino y la sobrina heredaron el trono imperial. Lo que vino después es la clásica historia de crueldad gratuita por parte de quien tuvo que tragar lo suyo en su juventud. Y mientras el marido legislaba y perseguía con afán un código unificado que asegurara la justicia en su imperio, su señora se construía un palacio y enviaba a la tortura y la muerte a todos aquellos de los que sospechara la más mínima desafección.
Y como mujer lista que era, no sólo mataba a los enemigos ciertos o presuntos, sino a sus hijos y a los hijos de sus hijos. De hecho, aunque de Justiniano sólo tuvo una hija que murió antes que ella, se cuenta que tuvo un hijo ilegítimo cuando estuvo vagabundeando fuera de Bizancio y que en cuanto el muchacho, a quien su padre había revelado la identidad materna, apareció por la corte lo hizo desaparecer. El enamorado Justiniano consintió los caprichos de una señora que vivía rodeada de eunucos y esclavas, absolutamente entregada a la causa de su belleza y a la redención de putas. Porque Dorotea fundó una de las primeras oenegés en la orilla asiática del Bósforo donde transformó un palacio en monasterio de prostitutas. Más de quinientas llevó rescatadas de las calles de Bizancio, para tristeza de clientes y desesperación de algunas redimidas, que hartas de cautiverio por su bien se arrojaron al agua y murieron ahogadas.
Y mientras esto sucedía, Justiniano se iba haciendo un hueco en la historia con su labor legisladora. Lo curioso es que mientras que él ha quedado como un emperador justo, su esposa es mucho más desconocida y arrastra una leyenda un tanto oscura por su caprichosa crueldad. Y tal vez no sea equitativo, porque Justiniano, que debía estar más encoñado que el opositor a Notarías que pierde la virginidad a los cuarenta, la nombró emperatriz en igualdad de rango al suyo.
Los gobernadores debían jurar fidelidad a ambos y en su propia tarea legislativa, el emperador atribuía públicamente la virtud de sus leyes a los sabios consejos y visiones de Teodora. Con lo cual no estamos faltando del todo a la verdad (o al menos no más que las palabras) si decimos que en parte, el Derecho Romano, al menos el Derecho Romano que conocemos, es decir, el bizantino Codex de Justiniano, es también obra de Teodora. Pero claro, no queda muy bien en los planes de estudio afirmar que el sacrosanto ordenamiento del Imperio más grande, sabio y poderoso de Occidente es fruto de los sueños de una puta.
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